Como no podía ser de otra manera, para esta cuarta edición de Semana Kronen® no…
#YoSoyKronen: PostKronen
Por DosJotas
Artista urbano
Anexo en Historias del Kronen ed. commemorativa 25 aniversario
Posiblemente a mi generación se la podría llamar «Postkronen». En el verano del 92 éramos muy jóvenes, en mi caso tenía diez años, el libro lo descubrimos varios años después de ser publicado y tal vez muchos solo conocieron la película. Pero seguramente ese verano no fue muy diferente al del 98, cuando con dieciséis años era legal beber y fumar, o al verano del 2000, ya con dieciocho. Grupos de jóvenes obsesionados con la velocidad, el sexo, las drogas, la violencia, el alcohol, los bares, las fiestas y tantísimas otras cosas que cuanto más prohibidas y peligrosas, mejores eran. Edades en las que todo lo externo es el enemigo, de una oposición constante a cualquier referencia al poder ya fuera paterno, materno, educativo o del propio sistema.
Como se suele decir, antes eran otros tiempos, no había redes sociales, ni grandes videoconsolas, ni móviles. Todo era más real, el mundo no vivía sumergido en una red virtual, las cosas pasaban en la calle. La gente quedaba en un bar, un parque o en una parada de metro y no pasaba nada, todo funcionaba igual. Tal vez incluso había más libertad, se podía beber en la calle, los bares no tenían horarios tan rígidos como ahora. Para ir a un concierto no era necesario tener dieciocho años y, en caso extremo, el que no los tenía entraba con el DNI de un amigo; era normal ir sin el cinturón de seguridad en el coche, sin casco en la moto, el maletero del coche era un asiento más. Se fumaba en el metro, un metro por lo demás gratuito, porque todo el que no tuviera abono de transporte se colaba sin ningún problema. Hoy en día casi nada de eso es posible, estas y tantas otras cosas que han sido prohibidas por esa cosa llamada civismo, actualmente llevado al extremo de lo absurdo.
Como cuenta el libro, un verano en Madrid, sin pueblo, sin playa, sin trabajo, sin motivaciones, una huida de la rutina hecha más rutina, bares con barra de metal y tercios de cerveza, olor a tabaco en la ropa, conciertos, rebeldía «sexo drogas y rock and roll». El barrio, el parque con botellas y minis sin fin, una panda de chicos y chicas fumando, pintando grafiti, arreglando el mundo sin saber qué era eso del mundo.
Las fiestas y noches infinitas empezaban en los bajos de Argüelles o Moncloa y acababan en míticas discotecas como Attica, New World, Soma o Radical, escuchando a Óscar Mulero la gente se drogaba y parecía que no había malos rollos.
Tomando la última en tanatorios, la M-30 sin túneles, a 160 kilómetros por hora, con muchas copas de más, zigzagueando entre coches, peleas por cualquier cosa, arriesgando la vida por no quedar mal, sin nada que hacer, pero haciendo muchas cosas.
Un bucle continuo. Llegar a casa de madrugada, disimular, levantarse a las cuatro de la tarde, comer, ver la tele y ni hablar. Volver al parque en un banco con un litro, un porro, esperar a que la gente fuese llegando y volver a empezar, todos los días igual, la huida hecha la rutina más real.
Esa época marcó la realidad de muchos y muchas, una realidad «real», tangible, analógica, donde lo que pasaba se sentía y se vivía en la calle.
Hoy esas generaciones de antihéroes cotidianos que ahora son padres, madres, oficinistas, barrenderos, artistas, autobuseros, informáticos, parados, personas normales que pudieron avanzar, con hijos que ahora tienen su edad de hace veinte años que volverán a tener ese verano del 92 en 2019 o en 2025, posiblemente todo diferente, más controlado, más virtual, más ficticio. Pero en la esencia, igual.